martes, 28 de agosto de 2007

papelonera

No soy de esas personas que ganan premios reciben menciones y aplausos primeros lugares y diplomas, pero una vez, cuando tenía doce años, gané una estatuilla dorada, a todos conocidos, una figura de un hombre erguido, pero no de oro o de bronce, ni siquiera de chapa, ni premio al mérito, al drama, al glamour o a la elegancia. A los doce, en el cumpleaños de Loli, me gané un Oscar, sí, pero un Oscar de plástico, una versión sofisticada de una llave, una versión democrática de la llave, porque cuando tenia doce no fue el gusto arbitrario de una compañera de división sino la voz del pueblo, la voz de mi año que me eligió como la más papelonera.Ese premio me marcó como un estigma. No voy a decir que me sentí juzgada injustamente, que no disfruté sonreír para la prensa internacional, galardón en mano, iluminada por la honra, enfundada en un despampanante Gaultier. Ya por entonces algo de autoconocimiento tenía, algo de autocrítica, como me gusta llamarle, algo de pudor, incluso, pero solo voy a decir que, después de todo, a pesar de la gloria y la fama, me sentí un poco desconcertada. Desconcertada y algo más, en realidad. Como devorada por bichitos, por pulgas, asaltada por la duda, roída por la duda. Osea. Todos fuimos torpes en la infancia, todos nos encontramos alguna vez en una situación tan espantosa, avergonzante, humillante que deseamos desesperados morir fulminados por un rayo y desaparecer sin dejar rastros. Pero mi caso no era para tanto. No. En su momento me pareció algo exagerado y si hace un par de años alguien me preguntaba al respecto, posiblemente habría dicho lo mismo. Exagerado.

Esta semana me acordé de ese premio, de ese cotillón inmundo que tiré en alguna de mis furiosas purgas ejecutadas en mi cuarto. Me acordé porque desde la vez que le hice lío al quiosquero, desde que le pedí caramelos pensando centavo por centavo cuál pedir, cambiando de idea algunas veces, consultándole a Luz otras, decidiendo hasta llegar a la cifra, al vuelto justo, mientras me reía de vergüenza, transpiraba del horror, Luz me decía boluda (o no, pero si no me lo dijo ella me lo dije yo) y atrás mío se formaba una fila, ¡una fila en un quiosco!, un quiosco en una calle que en pocas cuadras concentra, digamos, 8 quioscos, desde ese día, entonces, que el tipo que atiende el quiosco me hace sentir impotente, infradotada, tan chiquita como una hormiga, tan inútil como un guardacostas en la Puna. Volví al quiosco un par de veces desde esa vez y no hubo vez de esas dos veces que no me haya sentido disminuida, que no haya hablado como una tonta, como una adolescente enamorada, que no haya interrumpido una oración atragantada por la risa. "¿Qué le pasa?" le preguntó a Luz mientras yo hacía el esfuerzo de pedirle una Coca de 600 como una persona normal, como una casi adulta o lo que sea.
Esto no termina acá. Personas que me hacen pasar vergüenza como el quiosquero hay miles, o bueno, digamos, decenas. No es la excepción, es más bien una especie de patrón de conducta. Por doquier hay profesores, amigos de amigos, amigos de padres, tíos lejanos que me hacen sentir así, que me hacen pasar vergüenza hasta no dar más, hasta rogar ¡basta! hasta querer llorar y hacerme una bolita en algún rincón.

En esto pensaba el jueves pasado cuando en la clase de salsa me tocó bailar con el profesor. Por qué lo hago, no sé, pero sí sé que todos los jueves termino en una rueda de casino, preguntándome cómo demonios terminé en esa maldita rueda, sufriendo a veces por la sola idea de imaginarme a mí, un bloque de hormigón, tratando de imitar copas, enchufas, 77s, 71s y demás, sufriendo otras porque me toca hacerlo con gente a la que le sale mejor que a mi o peor, con gente que sabe menos pero que pretende saber más y que cierra los ojos, alza el puño, frunce un poco el ceño mientras te aconseja que la clave, la piedra filosofal de la salsa es, respiración profunda, es la marca, la marca y, pausa, el ritmo de la salsa. Pero lo peor pero es cuando me toca con él, el profesor. Es petiso y delgado, casi seductor, pero cuando lo tengo enfrente, una mano en mi mano y otra en mi cintura, juro que se transforma en un monstruo, en un ogro inmenso, en una criatura horrible y hedionda que solo quiere mi mal, y de pronto mis piernas pesan toneladas y mis brazos son de mármol y si algo me salía antes, justo antes, ahora me sale pésimo y me muevo como si nunca hubiera visto gente bailar en mi vida, como si nunca hubiera escuchado música en mi vida y la paso mal, la paso pésimamente mal porque yo sé que el tipo me mira y piensa, igual que el quiosquero, se pregunta, a esta qué le pasa, esta qué problema tiene, de dónde la sacaron a esta y a mi, la verdad, la mayoría de las veces me asaltan las mismas dudas, me pregunto lo mismo, digo, de dónde me sacaron, qué problema tengo y ahora que lo pienso, la verdad, me parece que con ese premio tanto no exageraron o más bien, me parece que mis compañeras fueron lo suficientemente lúcidas como para imaginar qué me deparaba, qué bochornos me quedaban aún por ver.

Sin embargo, pienso, no soy precisamente una artista del ridículo. La mayoría de las veces vivo mis papelones sóla, yo sóla sin que el otro, el que me mortifica con su presencia, se entere, se percate ni de su aterrorizadora presencia ni de mi bochorno. Mis papelones no hacen reír, creo, más bien desconciertan, intrigan. Cuando me quedo muda, petrificada, o digo estupideces compulsivamente o me río como una hiena no soy un "qué boluda esta chica" soy más bien un " esta chica va a pedal"

No descarto estar atravesando una fase de negación, pero se me ocurre que mis papelones son fantasmas que gimen y arrastran cadenas en concierto privado en mi imaginación y se me hace que el día que me eligieron como la más papelonera no me condenaron sencillamente a meter la pata y desatar la risa de por vida sino a algo diferente, a una mortificación silenciosa y solitaria, a un papelón sutil que no puedo compartir, del que no me puedo reír avergonzada sino yo sóla , en la cama, en la ducha o viajando en el colectivo, pero sóla, siempre sóla, o a lo mejor con Luz.

4 comentarios:

r dijo...

1) Yo solo gane premios por prosa y por poesia. El suyo parece mas interesante

2) Un hombre petiso puede ser un hombre seductor?

3) ¡Y yo que pense que era un neurotico obsesivo con tendencia a la paranoia! (ya vera como empieza a actuar descaradamente sin importarle el-que-pensaran y a la gente le caera bien)

4) Que suerte que esta Luz, porque sino al parecer estaria muy sola.

5) Abrire mis ojos la proxima vez que halla alguna cola en la M.E.S.A del 2º piso o algun otro loca: tal vez me encuentro con Angeles, la de niveos brazos, haciendo un papelon.

Yoshimi dijo...

y que suerte que yo la tengo a ella

Yoshimi dijo...

¿se te piantó una lágrima, angeles?

r dijo...

Luz, usted es buena: contesta hasta los comentarios para textos que usted no escribio.